miércoles, 19 de junio de 2013

HIJO DE LAS TINIEBLAS



Ayer,
por la vertiente de las tierras fluviales,
ya en el último cerco nocturno de la bruma,
te vi cruzar entre el adobe de los muros caseros,
bordeando el declive suburbial del arroyo,
con tu gesto de héroe fugitivo y tu indolencia
de errante flor oscura, alegre al parecer,
hijo mío,
patriarca de telas destrozadas,
de luz a luz buscándote,
de tiniebla en tiniebla haciéndote más hombre,
defendiendo tu corazón contra las brozas
que roían la vida en torno tuyo.

Bernardo Ballester era tu nombre impetuoso
como un bastión de barro y de batallas,
y crecías cambiando tu condición de inválido
por una duda al menos en que poder creer,
por alguna ignorancia o extravío de náufrago
donde fundamentar tu pecho tan inerme.

Frente a ti yergo el filo sonoro
de mi palabra como un herido acero,
para que tú me oigas,
para que tú me vivas y me hermanes,
acaso para nada o tal vez para el sueño
que tienes enterrado debajo de ti mismo,
solitario arrecife
con oleajes de combativa herencia,
varón de pétalo y metal,
agua mansa y turbulento ácido
juntos entre el caudal de tu ceguera.

Hoy,
después de ti, después de haberte hablado,
me acuerdo de quién eres y qué quieres,
me acuerdo de tu vida,
hijo mío.
(Te llamo y me haces falta, hijo mío.)
Necesito mirar el desgarrón culpable
que abre tu historia entre las piedras de Castilla,
sentir cómo te hundes en tu propia esperanza,
oír el golpear de tus pinceles
contra el único amor, palpando al mismo tiempo
su entraña de diamante inflexible.

Entre los tuyos, entre el pan y el vino
de los tuyos, eras
lo mismo que una llama de paciente iracundia,
lo mismo que una herida aminorada
con el ungüento de su propia sangre,
toda tu casta junta en su nativo horror,
muralla de concordias arrasadas,
ilusoria materia de estrago irreparable.

Igual que una pregunta que resbala
por los tramos del odio y se pronuncia casi
con temor de morir y vuelve luego
a restaurar la nada de su crédulo origen,
así tu hombría intraducible,
tu encarnizada pugna contra nadie,
tu libre mano párvula
que ahonda en lo más frágil de cuanto fue creado,
tiembla sobre los fosos de la vida
y toca el mundo y lo delata
y en páginas en blanco lo convierte,
porque siempre estarás luchando solo,
porque jamás podrás ver claro,
hijo de las tinieblas,
hijo mío.


CABALLERO BONALD, Somos el tiempo que nos queda. Pág. 107